En
todas las épocas de la historia de la humanidad ha habido y hay grandes poetas
y grandes prosistas, pero las verdaderas cimas literarias han sido Homero (Ilíada),
Virgilio (Eneida), Biblia, Dante (Divina comedia), corpus «cervantino» (Quijote),
corpus «shakesperiano» (Hamlet) y Goethe (Fausto). La señal inequívoca de esa
grandeza es la universalidad, esto es, el hecho de que esas obras sean
conocidas y apreciadas
hasta en los últimos confines de nuestro planeta, como lo podemos comprobar
con nuestro Quijote. Para poder saborear la plenitud del mensaje de esas obras
es preciso leerlas en sus idiomas originales, como escribió Ernst Robert
Curtius: «Sin
embargo, a un poeta clásico hay que leerlo en su propia lengua. Nadie será
capaz de
sentir la grandeza de Virgilio si es incapaz de leerlo en latín. Podemos
conocer a Dante
en traducciones, pero no percibiremos ni el corazón ni la voz de Dante. El
deseo de
gozar a Dante es razón suficiente para aprender el italiano. Lo mismo cabe
decir de Shakespeare
y de Goethe. Los tesoros espirituales no pueden adaptarse al nivel de la moneda
corriente. El mensaje más valioso de los grandes clásicos no pasa a las traducciones».
Hay ahí una poderosa razón para estudiar las lenguas clásicas y los idiomas
en general. Sin embargo, quisiera matizar las esclarecedoras palabras del maestro
Curtius, en el sentido de que es tanta la grandeza de esas obras que, incluso
en traducciones,
se conserva una gran parte de ella. No es lo ideal, por supuesto, pero es lo que
se puede hacer en esta época, tan alejada de los mundos clásico y bíblico. Es,
por tanto,
una necesidad y un aliciente para seguir haciendo traducciones que los hagan asequibles
y permitan a las actuales generaciones el conocimiento y el goce de la grandeza
de esas obras.
La
cultura occidental es el fruto de la asimilación de la literatura clásica y bíblica,
conservada y transmitida por la Edad Media en sus siglos oscuros y, especialmente,
en el Renacimiento del siglo XII, que se continuará de forma ininterrumpida
ya en los siglos siguientes. En el XV y en el XVI tuvo lugar la gran efervescencia
por la recuperación de los textos ocultos de la Antigüedad. De esa admiración
surgieron los grandes humanistas y los colegios trilingües para el estudio del griego,
del latín y del hebreo.
La
primera gran fusión de mundo clásico y bíblico fue la Divina Comedia, en la que
Dante toma como guía y maestro a Virgilio y en la que reúne a personajes
paganos y
cristianos. Dante fue el máximo poeta italiano en lengua vulgar, pero también
fue un gran
latinista, pues en latín escribió De vulgari eloquentia, Monarchia, Epistolae y Quaestio
de aqua et terra.
Las
dos siguientes grandes fusiones de mundo clásico y bíblico las he denominado
corpus «cervantino» y corpus «shakesperiano», porque, a diferencia de las otras
(contando la de Goethe), los que aparecen en las ediciones como autores no
fueron grandes
latinistas ni helenistas y ni siquiera hombres de gran cultura universal. Uno
fue recaudador
de impuestos y el segundo actor teatral. No puede darse mayor incompatibilidad,
porque el autor de esas obras plasmó en ellas la influencia estructural de
los modelos clásicos de los que recibió la inspiración. Si, de acuerdo con lo defendido
por Curtius, «Los tesoros espirituales no pueden adaptarse al nivel de la moneda
corriente», resulta claro que el autor de esas magníficas fusiones no bebió el mensaje
de los clásicos en traducciones, sino en sus lenguas originales. Eso queda evidenciado
por la razón de que con frecuencia se sirve de frases en latín, a lo que hay que
sumar el hecho de que muchas obras griegas y latinas no estaban traducidas. Los que
perciben la incongruencia pero siguen aferrados a lo establecido ponen como explicación
que Cervantes y Shakespeare se sirvieron de traducciones y de polianteas. Si
las traducciones no dan una explicación satisfactoria, mucho menos las
polianteas, porque
estaban escritas en latín, eran de difícil consulta y, sobre todo, no podían
dar una visión
de la estructura de las obras, toda vez que se componían de frases sueltas y desprovistas
de contexto.
El
autor del corpus «cervantino» y del corpus «shakesperiano» (y digo autor porque
postulo al mismo para los dos) leyó las obras clásicas y bíblicas en sus
idiomas originales;
y por eso captó e hizo suyo «el mensaje más valioso de los grandes clásicos», siguiendo
el pensamiento de Curtius. De esa forma, dicho mensaje pudo influir en la configuración
y estructuración de las dos más sobresalientes fusiones. Y ahí radica su grandeza,
en que supo extraer lo más valioso de la tradición, hacerlo propio y reelaborarlo
para los nuevos tiempos gracias a su inteligencia y a su imaginación. No fue,
pues, una creación de la nada, sino el fruto de unas semillas sembradas a la
largo de muchos
siglos. Si identifico a Shakespeare con Cervantes es porque en todas sus obras late
el mismo espíritu y las mismas ideas, como podrá comprobarse en el Apéndice II del
presente trabajo. Por otra parte, esas obras, como han reconocido los mejores investigadores,
pertenecen al Renacimiento y no al Manierismo, a pesar de las muchas interpolaciones
y manipulaciones que se hayan hecho. Son el fruto del renacimiento en todo
su apogeo y, necesariamente, la creación de uno de los más eximios humanistas, como
reconocieron nada menos que Erasmo, Moro y Budé. Son la obra de un español, pero,
también necesariamente, fuera de España, porque en nuestra nación los clásicos no
tenían ni la vigencia ni la difusión que tuvieron en Francia, Países Bajos,
Alemania e Inglaterra,
que son las tierras por las que anduvo nuestro español. No puede ser otro que Juan
Luis Vives, una de las grandes cumbres de la historia de la humanidad y lo fue porque
supo ascender a las elevadas alturas de Grecia, de Roma y de Israel. Desde esas elevaciones
pudo adelantarse a la pedagogía moderna y a la psicología experimental, así como
crear su Quijote y su Hamlet. A Vives no le importaba lo más mínimo la fama de las
autorías y tenía poderosas razones para ocultar su nombre, por lo que es completamente
lógico que las escribiera y las dejara sin su nombre, con la única finalidad
de servir al bien y al goce de los hombres, como así ha resultado. Ahora bien, su
omnímoda sabiduría y su intención moralizadora quedaron impresas y reconocibles en
sus maravillosas obras, «más duraderas que el bronce», como escribió Horacio de
su poesía.
En
su libro El Río de la literatura Francisco Rodríguez Adrados pone la culminación
de ese caudaloso río en Cervantes y en Shakespeare. Y siempre ha existido una
tendencia a igualar a los dos escritores, haciendo de ellos las cumbres más
altas de la
literatura universal e, incluso, uniéndolos en el año y en el día de su muerte
(si se prescinde
de la diferencia de los calendarios). Con la presente obra voy a establecer la equiparación
completa, porque voy a defender que el verdadero autor del corpus “shakesperiano”
fue Luis Vives e hice lo mismo, respecto a los Quijotes en mi reciente libro
El verdadero autor de los Quijotes de Cervantes y de Avellaneda. Y es que el hecho
de que aparezca un nombre determinado como autor de una obra no es razón suficiente
para que lo sea, como se puede demostrar con numerosos ejemplos de la historia
literaria desde la antigüedad hasta nuestros días.
El
caso de Cervantes se me planteaba más difícil, porque nadie había defendido que
Cervantes no fuera el autor de sus obras. Después de escrito el libro llegó a
mi conocimiento
que unos años antes (2011) Francisco Aguilar Piñol planteó esa problemática
en su artículo «¿Quién escribió el Quijote?». En este sentido el caso de Shakespeare
ofrece menos dificultades, porque la mayoría de los críticos ingleses está convencida
de que Shakespeare no es el autor de las obras puestas bajo su nombre. Y de
hecho
han ofrecido varios autores como candidatos a dicha autoría, sin que se haya llegado
a la aceptación generalizada de alguno de ellos. Si durante varios siglos
tantos investigadores
de la historia literaria no han llegado a la solución del caso Shakespeare, resulta
evidente que dicha solución no es nada fácil. Por eso parece lógico pensar que hay
que dirigir la mirada en direcciones no contempladas hasta ahora.
Quiero
expresar desde el principio que el presente es un trabajo sobre la autoría del
corpus “shakesperiano” exclusivamente y que, por tanto, no voy a hacer un
estudio literario
de dichas obras, entre otras razones porque lo han hecho ya extraordinarios conocedores
de las mismas, como es el caso de Harold Bloom en Shakespeare. La invención
de lo humano, al que remitimos.
Tanto
para las posibles aceptaciones de mi propuesta como para las seguras críticas
me considero responsable en todos los aspectos, si bien tengo que reconocer que
he contado con magníficos precedentes. El primero, el del gran conocedor de las relaciones
entre la literatura española y la inglesa en el siglo XVI, Gustav Ungerer, quien
en su libro Anglo-Spanish Relations in Tudor Literature detectó la influencia
de Luis
Vives en los inicios del teatro inglés. El segundo el del gran erudito y
traductor Luis
Astrana Marín, quien en las amplias anotaciones que acompañan a su traducción de
las Obras completas de Shakespeare puso de relieve, magistralmente, la
presencia de España
y todo lo español en dicho corpus. El tercero el del también gran erudito Pedro J.
Duque, autor de la obra España en Shakespeare. En ella analiza, también magistralmente,
todas las referencias a España contenidas en cada una de las obras, y discute
la bibliografía secundaria con precisas referencias en sus abundantes notas.
Además
de a Gustav Ungerer, a Astrana Marín y a Pedro J. Duque, quiero rendir homenaje
a Foster Watson, uno de los más grandes admiradores de Luis Vives, por haber
sabido detectar la presencia del humanista valenciano en las obras de Shakespeare en su trabajo
«Shakespeare and Two Stories of Luis Vives».
Entre
las causas por las que no se ha descubierto hasta ahora al verdadero autor de
las obras de Shakespeare está, en mi opinión, la preponderante investigación de
las fuentes,
ya que el conocimiento de las mismas contribuye poco al esclarecimiento de la autoría.
En este sentido la monumental obra de Geoffrey Bullough Narrative and Dramatic
Sources of Shakespeare (7 vols.) no ha servido para llegar al verdadero autor. Esto
me da pie para exponer lo esencial de mi metodología. Las obras literarias
tienen un
argumento, para el que los autores han podido recibir diversas influencias.
Ahora bien,
en la elección y desarrollo de dicho argumento se refleja menos la personalidad
de los
autores que en las ideas expuestas a lo largo de las obras. Para ejemplificar
este pensamiento
podemos recurrir a la mitología griega, inspiradora de numerosas obras literarias
desde los tiempos de Homero y Hesíodo hasta nuestros días. Por ejemplo, el mito
de Medea fue tratado por Eurípides y Séneca en la antigüedad, y posteriormente por
Corneille, Longepierre, Lamartine y Anouilh. El resultado es distinto en cada
uno de
estos autores, de acuerdo con sus vivencias, con sus conocimientos y con sus ideologías.
Por eso, para interpretar sus obras en profundidad, no basta con conocer el desarrollo
del mito, sino que es preciso investigar la personalidad de cada autor. La razón
de la diferencia de tratamientos radica en que los argumentos tienen un
carácter más
general y las ideas más concreto. De acuerdo con ese presupuesto, mi
investigación no
se ha centrado en las fuentes de los argumentos de las obras de Shakespeare
sino en las
ideas expuestas en las mismas. Tales ideas se pueden comparar con las de otras obras,
en mi caso con las expuestas en las obras latinas de Vives. Tal comparación ha resultado
extraordinariamente instructiva, porque las ideas “shakesperianas” son las mismas
que las vivesianas. Y es muy difícil encontrar las mismas ideas en dos autores. Por
esa razón, la conclusión que se impone es que detrás de Shakespeare se esconde Vives,
lo mismo que se escondía detrás de Cervantes. Téngase siempre presente que estamos
buscando a un autor que hasta ahora no había sido encontrado. En mi estudio he
analizado 470 pasajes con sus respectivas ideas, una cantidad significativa
para que se
pueda excluir la simple casualidad. Téngase también en cuenta que muchas de
esas ideas
aparecen repetidas una y otra vez, lo que también nos lleva a Vives, porque una
de las
características de su forma de escribir es la repetición. Para que se pueda
comparar el
estilo de Vives con el de Shakespeare me ha parecido conveniente incluir en un apartado
de la Introducción el estudio que publiqué hace algún tiempo sobre las características
del estilo de Vives. Se podrá comprobar así que son las mismas que las del
estilo de Shakespeare. En dicha Introducción trato los aspectos que me parecen
más relevantes
para el establecimiento de mi propuesta, como es la utilización constante de autores
griegos y latinos, las referencias al Nuevo Mundo, el uso del término cristiandad,
la igualdad de pensamiento entre Cervantes y Shakespeare. También pongo de
relieve la peculiaridad de dos obras muy relacionadas con Vives como son
Enrique VIII
y Tomás Moro, así como la de una tercera La historia de Cardenio, fundamental para
establecer la igualdad Cervantes-Shakespeare.
Francisco Calero